viernes, 29 de julio de 2016

Cuando aún resuenan en Francia los ecos de la reciente ola de intolerancia dirigida contra los jornaleros inmigrantes y los judíos, llega un mensaje alentador del profesor norteamericano Philip Hallie quien, en su libro Lest Innocent Blood Be Shed ("Para no derramar sangre inocente"), denuncia el racismo y la intolerancia, tomando como punto de partida la conmovedora historia de un poblado francés cuyos habitantes arriesgaron la vida en los días más tenebrosos de la Segunda Guerra Mundial, por rechazar el odio. Este relato se basa en los recuerdos de esas personas y en el libro del profesor Hallie*


ALDEA DE VALIENTES

(Por Jean-Marie-Javron)

L
A ALDEA protestante de Le Chambon-sur-Lignon, sita en las desoladas colinas de la región de Vivarais, parecía destinada a la tragedia. Un sábado de julio de 1942, dos años después de haber sido invadida Francia por los alemanes, se presentó en el pueblo Monsieur Bach, prefecto de la región del Alto Loira. El pastor André Trocmé, que desde hacía ocho años guiaba espiritualmente a los 3.000 pobladores de Le Chambón, fue llamado al Ayuntamiento.
—Pastor, usted oculta a varios judíos en esta comunidad —le espetó el prefecto sin rodeos—. Tengo órdenes de llevarlos a la prefectura para verificar su identidad. Deme sus nombres y direcciones.
—Esas personas han venido en busca de ayuda y protección —contestó Trocmé sin inmutarse—. Soy su pastor; y no es propio de un pastor traicionar a las ovejas confiadas a su cuidado.
Durante las tres semanas siguientes la policía ocupó la aldea y registró cada una de las granjas, de los graneros y de los sótanos, sin encontrar un solo judío. Estos, avisados del peligro, habían huido a las montañas cercanas.
André Trocmé había llegado a la aldea con su esposa y sus cuatro hijos en una tormentosa noche de septiembre de 1934. Alto, vigoroso y propenso a enfurecerse cuando alguien ponía en duda sus principios, Trocmé era, sin embargo, un pacifista y un impugnador escrupuloso mucho antes que la Iglesia Reformada de Francia aceptara el principio de la no violencia, con el cual él comulgaba. Consciente de que la violencia engendra violencia, creía que el círculo vicioso podía romperse tratando como posibles amigos a las personas, sin reparar en razas y creencias, y persuadiéndolas de que la vida es sagrada.
Trocmé se entregó con decisión a la tarea de devolver la vida a la aldea —y de inculcar sus ideas de la no violencia a las sucesivas generaciones de estudiantes— fundando una escuela preparatoria, El plantel abrió sus puertas en 1938, con la ayuda del pastor Edouard Theis, quien también se oponía a la violencia. En su primer año, el Colegio Cévenol tuvo 18 alumnos y cuatro maestros. Cinco años más tarde, la cifra sobrepasaba el centenar.
Mientras tanto, el espíritu de no violencia impregnó de tal forma aquella aldea que, cuando un forastero preguntaba por la escuela, con frecuencia le respondían: "¡Está en todas partes!"
Las enseñanzas de Trocmé sufrieron la primera prueba durante el invierno de 1940 a 1941. Cierta noche, una mujer de ropas delgadas atravesó tambaleante las nevadas calles de Le Chambón. Estaba casi desfallecida cuando llamó a la puerta de los Trocmé.
—Soy judía alemana. Me dijeron que aquí encontraría ayuda —explicó.
— ¡Naturalmente! ¡Pase usted! —respondió Magda, la esposa del pastor.
Después de calentarse, comer y ponerse ropas secas, la mujer dio a conocer su caso, que pronto llegó a oídos de todo Le Chambón: había huido de Alemania para no ir a un campo de concentración; pero, apenas se hubo instalado en París, las tropas alemanas desfilaron por la capital. Su seguridad estaba ahora al sur del río Loira, en la zona franca.  A la mañana siguiente, Magda Trocmé pidió al alcalde cupones de racionamiento para la refugiada, aun sabiendo que estaba penado proteger a un judío. Hasta entonces, el alcalde nunca había secundado el racismo del Gobierno de Vichy. Por lo que Magda no dudó de que accedería a su petición. La reacción del alcalde la dejó estupefacta. "¿Se atreve usted a poner en peligro a toda la población por el bien de una sola extranjera?", dijo a voz en cuello.
Magda no se sintió con ánimos de discutir. Por su excesiva confianza había arriesgado la vida de la judía. Con pena le tuvo que informar que no podría permanecer en la casa parroquial, y le dio el nombre de un pastor que vivía cerca de la frontera suiza y con el cual le sería posible permanecer hasta el fin de la guerra. La mujer se marchó solitaria sobre la nieve.
Aunque el trámite directo con el alcalde fue un error, enseñó a los Trocmé una valiosa lección. En adelante tendrían que mentir y engañar para salvar vidas, aun a costa de sus más arraigados principios morales. En las semanas siguientes, los otros aldeanos llegaron instintivamente a la misma conclusión.
Casi a diario el tren de Saint Etienne dejaba en la pequeña estación de Le Chambón una remesa de judíos fugitivos, integrantes de la constante corriente de refugiados. Algunos sólo iban de paso. El Cimade, organismo protestante, intervenía para que varios grupos de atrevidos voluntarios ayudaran a los más fuertes a pasar en secreto de la casa parroquial a una granja de amigos, y de allí a la frontera suiza. Sin embargo, para la mayoría Le Chambón era la última esperanza. Había entre ellos muchos niños solos y desamparados, cuyos padres habían caído en manos nazis en el norte de Francia. El Colegio Cévenol albergó así a muchos estudiantes judíos y, dado que también llegaron incontables maestros extranjeros, el plantel pasó a ser no sólo interreligioso, sino genuinamente internacional.
Con el correr del tiempo, el sistema de recepción fue mejorando bajo la batuta de los pastores Trocmé y Theis, y de los ciudadanos más activos. Sabían que ni siquiera con torturas le arrancarían a alguien una información que no poseía. Nadie conocía con exactitud lo que los demás hacían. Las familias que albergaban a refugiados les confeccionaban tarjetas de identidad con nombres no judíos para facilitar la obtención de cupones de racionamiento. Por lo menos técnicamente, la gente no tenía por qué saber que las personas a las que ayudaban eran judías.
Fortalecidos por los elocuentes sermones del pastor Trocmé, y unidos en su fe y sus convicciones, los aldeanos parecían preocuparse cada día menos por los riesgos a los cuales se exponían. En ocasiones rozaban, indiferentes, el peligro. Por ejemplo, cuando el Gobierno de Vichy ordenó que los escolares hicieran el saludo fascista al izar cada mañana la bandera, Trocmé y Theis se negaron. Y cuando el ministro de Juventud y Deportes del régimen de Vichy visitó la aldea a mediados del verano de 1942, los estudiantes le entregaron una carta que declaraba: "Nos consideramos obligados a informarle que hay entre nosotros un cierto número de judíos. Pero no hacemos distinciones entre judíos y no judíos, porque contravendríamos a las enseñanzas del Evangelio". El pastor los apoyó: "No sabemos qué es un judío; sólo conocemos seres humanos". El funcionario le advirtió que más le valía "andarse con cuidado".
Esa clase de imprudencias llevó a un ex combatiente de la Resistencia —originario de Le Chambón y famoso por su temeridad frente a los ocupantes— a declarar tiempo después que la ingenuidad, bondad y rectitud de sus paisanos los dejaba más indefensos incluso que los refugiados, quienes por lo menos guardaban conciencia del peligro que los amenazaba.
A fines de 1942 casi no quedaba allí familia que no hubiese acogido al menos a un refugiado. Por supuesto, no eran ellos los únicos que trataban de salvar vidas judías en Francia; innumerables católicos, protestantes y no creyentes expusieron la vida en un empeño igual. Pero sí fue la suya la única comunidad —en toda la Europa desgarrada por la guerra— que abrió siempre las puertas a los judíos, la única donde nadie dijo nunca "no".
Se asignaron 20 casas para los niños. La morada de los Trocmé estaba llena de refugiados, ya fuera que pernoctaran simplemente allí o que se escondieran por períodos más o menos largos. Un refugiado cuyo nombre el pastor cambió de Kohn a Colin, vivió oculto en la casa de los Trocmé hasta el fin de la guerra. Con frecuencia se reunían en torno a la mesa hasta 15 personas para compartir una cena frugal y conversar en diversos idiomas europeos. La contagiosa vitalidad del pastor y su entusiasmo natural, estimulaban de continuo a Magda, sus cuatro hijos y los refugiados mientras veían agravarse la situación del país.
A las 7 de la noche del 13 de febrero de 1943, se detuvo frente a la casa parroquial un automóvil oficial, del que se apeó el jefe de policía del régimen de Vichy en el Departamento del Alto Loira. Por orden del mariscal Pétain, el policía arrestó a los pastores Trocmé y Theis, y a Roger Darcissac, administrador del Colegio Cévenol; y los llevó a las afueras de Limoges, al campo de Saint Paul d'Eyjeaux, donde casi todos los prisioneros eran comunistas o combatientes de la Resistencia. Veintisiete días después recibieron una propuesta de libertad a cambio de firmar una carta de fidelidad al mariscal Pétain. Pese a haber rehusado, al día siguiente los liberaron sin más ni más; y muy a tiempo, pues al cabo de unos días mandaron a los, demás prisioneros a los campos de concentración de Polonia y a las minas de sal de Silesia. Pocos de ellos sobrevivieron.
De regreso en Le Chambón, Trocmé presintió que la verdadera tormenta estaba aún por desatarse. Los alemanes no solamente habían invadido la zona meridional, sino que estaban a la defensiva. A diario cruzaban el Loira tropas de refuerzo para el frente del Mediterráneo. La Gestapo había remplazado a la policía de Vichy. Se supo que una división de la SS (siglas de Schutzstaffel, o Escuadrón Protector en alemán), compuesta de tártaros tristemente famosos por aniquilar aldeas enteras, estaba acuartelada en la vecina población de Le Puy.
El 29 de junio, un autobús de la Gestapo se detuvo frente a "Les Roches", albergue para muchachos judíos dirigido por Daniel, primo del pastor Trocmé. Como Magda ya estaba sobre aviso, pidió ayuda a un soldado alemán apostado en la aldea, quien intervino a favor de un chico español que semanas antes había salvado a un soldado nazi de ahogarse en el Lignon. Efectivamente, fue el único en conservar su libertad, quizá por no llevar sangre judía. Los otros fueron deportados junto con Daniel Trocmé, de 24 años, quien murió en el campo de concentración de Maidanek, en Polonia.
En julio de 1943, poco después que algunos luchadores de la Resistencia mataron a un informante de Vichy en Le Chambón, Trocmé supo que los alemanes querían eliminarlo, más arguyó que no podía abandonar a su gente. Sin embargo, un alto dignatario de su Iglesia insistió en que debía ocultarse. "Usted sabe lo que ocurre en esos asesinatos", le explicó. "La Gestapo contrata a criminales franceses que irrumpen en una casa durante la cena y disparan balas por doquier. ¿Permitirá que también maten a su esposa, a sus hijos y a los refugiados?" Trocmé cedió y, una vez más, preparó su maleta. . . para no regresar hasta la liberación francesa.
A lo largo del año siguiente, el lazo del tormento se estrechó cruelmente. En el verano, tras el desembarco norteamericano en Normandía, la Resistencia salió de los bosques cercanos a la aldea para ejecutar sangrientas incursiones contra el enemigo. Los milicianos de Vichy, empujados a su vez por el pánico, acentuaron su salvajismo. Un buen día descendieron paracaidistas británicos en las afueras de Le Chambón.
En eso llegó la noticia de que un regimiento alemán avanzaba hacia la cercana población de Saint-Agréve  para resistir el desembarco aliado del 15 de agosto de 1944. Seguros de que su aldea estaba destinada a la destrucción, todos los residentes de Le Chambón abandonaron sus casas en cuestión de horas y se ocultaron en los campos circundantes en espera de ver surgir el humo de un momento a otro. Sin embargo, la columna alemana se detuvo en la región de Ardéche, y Le Chambón se salvó por milagro. Las tropas del general Rene Leclerc liberaron la aldea tres semanas después.
AÑOS MÁS tarde, Trocmé averiguó lo que había ocurrido aquel día fatídico. Durante un viaje a Munich, en 1961, conversó con Julius Schmáling, el mayor que había estado al mando del destacamento alemán en Le Puy, y le preguntó:
—Señor Schmáling, usted sabía que teníamos judíos en Le Chambón'. ¿Por qué no destruyó la aldea?
—El coronel que mandaba la Legión Tártara insistía en que atacásemos —contestó—; pero yo le pedí una y otra vez que esperase. Le alegué que esa clase de resistencia nada tenía que ver con la violencia ni con algo que pudiéramos aniquilar con la violencia. Soy un buen católico, comprenda usted, y tengo conciencia de esas cuestiones.
El hecho de que Schmáling hubiese ejercido su influencia para mantener a la legión fuera de Le Chambón, indica que los buenos sentimientos y el valor podían vestirse incluso con un uniforme nazi.
Hoy, el arrojo de los pobladores de Le Chambón está simbolizado por dos árboles plantados en Israel en honor de André Trocmé, fallecido en 1971, y de su primo Daniel. Ambos recibieron el más alto galardón israelí: la Medalla a la Rectitud; y la aldea entera fue distinguida recientemente con un título honorario por el Colegio Haverford de Pensilvania (Estados Unidos). Para muchos judíos las peregrinaciones a Le Chambón han llegado a constituir una tradición familiar. El 17 de junio de 1979, varios de los 2.500 que pasaron por la aldea durante la guerra, descubrieron allí una placa de reconocimiento a sus salvadores.
Acaso ningún tributo sea más elocuente que el del profesor Hallie cuando escribe: "Yo, que comparto con la gente de Le Chambón la creencia en la belleza de la vida humana, jamás podría igualarles en fuerza moral. Pero quiero tener una puerta en lo profundo de mi ser; una puerta que no se cierre en la cara de los demás seres humanos. Quiero ser capaz de decir desde esas profundidades: ¡Naturalmente! ¡Pase usted!"


martes, 12 de julio de 2016

HEMINGWAY revela detalles de su trabajo en "El viejo y el mar”


HEMINGWAY revela detalles de su trabajo en "El viejo y el mar”

Por ADOLFO JASCA

S
e ha difundido en toda Europa un extraordinario reportaje hecho a Ernest Hemingway por la revista "Arts", de París. Las preguntas y las respuestas obtenidas del admirado autor de "El viejo y el mar"  de "Por quién doblan las campanas", tienen un sentido que va más allá de la exposición circunstancial e individual que de sus ideas o sistemas de trabajo hace un autor cualquiera. Cuando Hemingway contesta puede decirse que está contestando un estilo, un modo de vivir, una manera de interpretar la época. Hay que hurgar en las respuestas de Hemingway para encontrar, aparte de los dones naturales de su talento, el mensaje de una generación. Una de las preguntas del redactor de "Arts" fué la siguiente:
¿Cómo concibe usted, Hemingway, un cuento? ¿Es factible que cambien el tema, le intriga o las características de un personaje, durante la ejecución de la obra?
Hemingway: A veces sé toda la historia desde el principio. A veces la construyo a medida que escribo, y no sé a ciencia cierta qué va a ocurrir. Todo va cambiando a medida que avanzo. Es este movimiento de composición el que le da el tono a la historia. A veces ese movimiento es tan lento, que se diría que no se produce. Y, sin embargo, siempre hay cambio y movimiento.
Redactor de "Arts"; ¿Usted escribe compitiendo con otros escritores?
Hemingway: Jamás. Lo único que trato de hacer es escribir mejor que ciertos escritores muertos, «de cuyo valor estoy seguro. Hace mucho tiempo que trato de escribir lo mejor que puedo.
Redactor de "Arts”: ¿Los personajes de su poder creador del escritor disminuye con la edad? En "Las verdes colinas de África" usted ha dicho, al pasar, que los escritores americanos entran en la chochera, a partir de cierta edad.
Hemingway: No sé qué decirle sobre eso. Entiendo que la gente que tiene conciencia de su trabajo mantiene su fuego encendido mientras vive. En ese libro que usted recuerda, el personaje está respondiendo a una serie de preguntas formuladas por un australiano sin sentido del humor, no constituyen, de ningún modo, tesis personales mías.
Redactor de "Arts": ¿Los personajes de su obra provienen sin excepción de la experiencia real?
Hemingway: No. Algunos provienen de la experiencia real. Pero la mayor parte de las veces invento los personajes partiendo del conocimiento y de la comprensión que tengo de la gente.
Redactor de "Arts": ¿Puede usted decirnos algo sobre el método que utiliza para crear un personaje de novela partiendo de un ser existente?
Hemingway: Si yo le explicara cómo hago eso la mayor parte de las veces, estaría dando un testimonio valiosísimo para los abogados especializados en difamación.
Redactor de "Arts": ¿Concibe usted los títulos de sus libros mientras los escribe?
Hemingway: No. Una vez terminada la novela hago una lista de títulos posibles, que puede llegar hasta el centenar. Después procedo por eliminación. A veces elimino la lista entera.
Redactor de "Arts": Cuando usted no escribe ¿permanece en actitud de observación, tratando de aprehender todo lo que podría constituirse en materia literaria?
Hemingway: Evidentemente. Un escritor que deja de observar ha terminado. Pero no es necesario observar conscientemente, no es preciso pensar siempre que lo que uno ve puede serle útil. Lo que hay que hacer es crear una gran reserva de observaciones sobre los acontecimientos y las personas que nos rodean. Si es que puede considerarse de alguna utilidad, me gustaría añadir que para mí la creación literaria se basa en el mismo principio del volumen del témpano. De éste sólo se ve la séptima parte de lo que está oculto bajo el agua. Lo mismo en la creación. Debe eliminarse de la vista del lector todos los elementos que puedan eliminarse. Eso Je confiere más fuerza al témpano. Esos elementos son loe que no deben verse en la superficie, aunque el escritor los conozca. Pero cuando el escritor omite algo porque lo ignora, entonces hay un vacío en su historia.
"El viejo y el mar" podría haberse escrito en más de mil páginas, y se hubieran podido presentar en la novela todos los personajes de la aldea, sus vidas, las casas donde habían nacido, cómo habían sido educados, cómo se habían criado sus hijos, etc. Otros escritores hacen eso en forma excelente. Y cuando uno escribe, está limitado por todo lo que se ha hecho en este orden. Por eso yo he tratado de hacer otra cosa. Ante todo, he procurado eliminar todo lo que no era necesario para comunicar al lector esta experiencia, para que después de haber leído la novela tenga la sensación de haberla vivido, para que tenga la impresión de que todo eso ha pasado realmente.
"Tengo la satisfacción de haber logrado transmitir esta sensación de lo vivido, de manera bastante completa y con un procedimiento no utilizado hasta el momento. Tuve la suerte de contar con un hombre y un muchacho valientes como personajes, y de que hasta ese momento los escritores no se hubiesen dado cuenta de ciertas posibilidades de esos personajes. Además, tuve como marco al océano, que permite mostrar al hombre tal cual es.  Yo he conocido el océano. Tuve oportunidad de ver en un día más de sesenta ballenas y de haber arponeado a una de ellas, que se me escapó. Tenía más de dieciocho metros de largo. Todo eso ha quedado fuera de mi historia, pero todos esos relatos de pescadores que yo conocía y de los que no he hablado, todo ese conocimiento, digo, formaba el cuerpo principal de mi témpano y está presente en "El viejo y el mar."



domingo, 26 de junio de 2016

El niño que venció a la muerte



"¿Cómo es posible que siga Vivo este niño?",
se preguntaban los médicos.
El niño que venció a la muerte

Por Deborah Morris

AMANDA STINER entrecerró los ojos bajo el brillante sol matutino,  mientras sus dos hijos, Nicole, de 12 años, y Justin, de ocho, caminaban a paso vivo por la acera. Era el 12 de noviembre de 1990 y ese día no habría clases en el pueblo de Sierra Vista, Arizona, porque se celebraba el Día de los Ex Combatientes. Amanda, madre soltera, había convenido en acompañar a su amiga Lyne Jackson a Tucson, situado a hora y media de allí, a condición de que George y Gertrude Howard, los padres de Lyne, pudieran cuidar de Justin y Nicole.
   Gertrude Howard, de 72 años, acababa de quitar la mesa del desayuno cuando Nicole y Justin llamaron a la puerta.
   — ¡Pasen, niños! —les gritó.
   Esa mañana también estaban de visita en casa de los Howard tres de sus nietos. Keith, de nueve años, desapareció junto con Justin en el patio trasero. Por la ventana de la cocina, Gertrude vio que los dos niños saltaban en el pequeño trampolín de Keith. La anciana dio unos golpecitos en el cristal.
   — ¡Tengan cuidado! —les dijo.
Y se dedicó a limpiar los muebles. Empezaba a preparar el almuerzo, cuando volvió a mirar por la Ventana. Esta vez, tanto el patio como el trampolín estaban desiertos. "¿Qué estarán tramando esos niños?", musitó. En eso, Keith llegó corriendo a la cocina.
   — ¡Abuela, Justin está herido! —dijo asustado y casi sin aliento—. ¡Ven pronto!
   Salieron juntos a toda prisa. El niño corrió hacia el frente de la casa, y Gertrude lo siguió lo más rápido que podía. Deben de haberse trepado a la magnolia, pensó Gertrude, preocupada. Ojalá no se haya roto nada Justin. Pero, al acercarse, Gertrude oyó un sonido escalofriante: el ronco gemido de dolor de un niño. Se acercó otro poco y entonces se detuvo, horrorizada. ¡Justin estaba tendido boca arriba en el suelo, y sujetaba con las manos una varilla fileteada de acero que tenía profundamente clavada en el estómago! Justin y Keith habían trepado por las ramas de la magnolia y luego habían hecho el intento de saltar a la azotea; pero Justin se resbaló en las tejas y cayó con los pies por delante, desde una altura de 3.5 metros, en la punta del soporte oxidado de una planta. La varilla de 15 milímetros de diámetro le había penetrado oblicuamente en el abdomen, un poco por arriba del ombligo, y luego se dobló junto con el niño cuando este se desplomó de espaldas.
   Gertrude procuró animarlo.
   — ¡Justin, no trates de moverte! Ahora mismo voy a buscar ayuda.
   Sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho, Gertrude rodeó la casa y llamó a gritos a su marido.
   George Howard, de 80 años, había estado trabajando en el patio trasero y se hallaba en el cobertizo, cuando oyó la voz de su esposa. Salió corriendo.
   — ¡Justin está gravemente herido en el patio de aquel lado! —le comunicó—. ¡Voy a llamar al teléfono de urgencias!
   George fue allá a toda prisa y se arrodilló en el césped, junto al niño, que gemía constantemente y tenía muy abiertos los ojos por el miedo.
   — ¡Llamen a mi mamá! —pidió. Justin, jadeante y con una voz casi inaudible—. ¡No puedo respirar!
   ¿Qué debo hacer Señor?, oró George en silencio. Luego, intuitivamente, pasó el brazo por debajo de la cabeza: de Justin y lo ayudó a levantarla un poco. El niño aspiró el aire profundamente, con ásperos estertores.
   — ¡Eso está bien! —dijo George—. ¡Todo va a salir bien!

   A LAS   10:56  DE LA MAÑANA se recibió el llamado de urgencia en la Estación de Bomberos de Sierra Vista: un niño "se había lesionado" en una caída. El paramédico Larry Townsend se puso la gorra. Él y el técnico médico especialista en urgencias Bob Wright corrieron a una ambulancia.
   Aunque por lo regular las caídas de niños pequeños no son mortales, Townsend iba preparado para lo que fuera. Era el único paramédico titulado que se hallaba de guardia esa mañana, y le correspondía dirigir todos los procedimientos de rescate que se llevaran a cabo. Townsend y Wright casi habían llegado a su destino cuando les avisaron por radio que el niño estaba empalado en algo.
   Segundos después, la ambulancia se detuvo bruscamente frente a la casa de los Howard, donde Justin yacía boca arriba, con la vara de acero todavía clavada en el piso, entre las piernas del pequeño.
   ¡Casi no ha sangrado! Seguramente la varilla no tocó los órganos más importantes, dedujo Larry Townsend cuando vio que había muy poca sangre en la camiseta del pequeño. Sólo hasta que palpó un lado del cuello de Justin se le reveló todo el alcance de la lesión. La punta de la varilla abultaba grotescamente la región que queda debajo de la oreja derecha, y casi tocaba la piel.
   ¡No es posible!, pensó Larry, atónito. No pudo haber atravesado el tórax. ¡El niño debería de estar muerto!
   — ¿Puede sacarme esto? —suplicó Justin—. ¡Me duele!
   Townsend procuró tranquilizarlo y luego solicitó unas potentes tenazas para cortar metal. Estas debían cortar la varilla al nivel del suelo para poder trasportar a Justin al hospital; pero, si la varilla vibraba con demasiada fuerza, podría provocar una hemorragia mortal. Una vez puestas las tenazas
en el extremo inferior de la varilla, Townsend sujetó con fuerza la parte más próxima al cuerpo de          
Justin con el propósito de amortiguar la vibración.
   Justin llegó aún consciente al hospital de la Comunidad de Sierra Vista. Los médicos agregaron un antibiótico a la solución intravenosa y le tomaron radiografías.
   Cuando varios integrantes del personal del hospital se reunieron frente a la pálida luz del negatoscopio para ver los resultados, se quedaron pasmados. ¡La varilla parecía atravesar el corazón! Concluyeron que había que trasladar a Justin en helicóptero a la unidad de traumatología del Centro Médico de la Universidad, en Tucson.

   AMANDA STINER regresó de Tucson poco después del mediodía. No había salido del auto cuando Nicole llegó corriendo.
   — ¡Mamá, Justin se cayó de la azotea y se enterró una varilla! ¡Se lo llevaron en ambulancia!
   Al llegar a la sala de urgencias del Hospital Sierra Vista, Amanda se dirigió rápidamente a la mesa de admisiones.
   —Soy la madre de Justin. ¿En dónde está?
   — ¡Lo siento! Permítame llamar a un médico —dijo la enfermera.
   Amanda sintió que se le iba la sangre de la cara.  Ya se murió, pensó con fría claridad.
   El médico le explicó que Justin estaba vivo, pero muy grave, y que ya iba camino del centro de traumatología de Tucson. Amanda firmó de conformidad para que operaran allá a Justin. Luego se fue de nuevo a Tucson.
   El doctor Phillip Richemont estaba terminando una operación cuando le comunicaron que iba a llegar, procedente de Sierra Vista, un niño gravemente empalado. En su calidad de jefe provisional del equipo de traumatología del Centro Médico de la Universidad, el cirujano de 31 años tomaría todas las decisiones pertinentes al caso.
   Al llegar el helicóptero, el doctor Richemont estaba esperándolo en el helipuerto. Le asombró comprobar que los oscuros ojos que lo miraban desde la camilla estaban alerta.
   — ¿Va usted a sacarme esta cosa? —preguntó el niño con roda calma—. Me arde mucho.
   El doctor Richemont examinó la herida y la oxidada varilla. De seguro no tocó el corazón, pensó. No me explico que el niño no se halle en estado de choque. El cirujano acompañó a Justin mientras lo llevaban en camilla a la sala de urgencias. En el camino analizó la delicadísima tarea que tenía por delante. Al abrir el expediente del niño, vio las radiografías tomadas en Sierra Vista.
   — ¡Imposible! —exclamó, incrédulo, al tiempo que sostenía en alto la película para verla a contraluz.
   Obedeciendo el reglamento del hospital, se le tomaron nuevas radiografías a Justin; pero también estas dejaron ver que la varilla había penetrado en el corazón.
   Los doctores Richemont y Michael Esser —este último, miembro del equipo de traumatología— entraron en el quirófano a la 1:30 de la tarde, y allí se les incorporó el doctor Luis Rosado, cirujano cardiotorácico. Quince minutos después, cuando ya le habían administrado al niño anestesia general, las enfermeras y el equipo de médicos se acercaron a la mesa de operaciones.
   Utilizaron una cortadora especial para metales con el objeto de acortar el tramo de 60 centímetros de la varilla que aún sobresalía del tórax de Justin. Luego, el joven cirujano traumatólogo extendió la mano enguantada y pidió con firmeza:
   —Escalpelo, por favor.
   Richemont practicó una profunda da incisión descendente desde la base del cuello del niño, entre las clavículas. El esternón de Justin quedó al descubierto, refulgente bajo la intensa luz.
   — ¡Sierra!
   Un agudo rechinido se oyó en el 1 recinto mientras la cuchilla eléctrica cortaba el esternón por la parte media. Cuando el hueso se partió en dos con un crujido, el doctor Richemont separó con un retractor las dos mitades de la caja torácica.
   Entonces quedó del todo descubierta la cavidad torácica del pequeño. Los cirujanos se inclinaron sobre el paciente, seguros de que la varilla estaba encima del pericardio, duro saco de color lechoso que envuelve el corazón. Pero no era así. ¡La varilla atravesaba el saco!
   — ¡No puedo creerlo! —exclamó el doctor Esser en voz baja.
   El pericardio perforado se movía al ritmo del pequeño corazón.
   Sin embargo, no quedaba tiempo para azorarse. Aunque era obvio que se trataba de una lesión letal, extrañamente había muy poca sangre. Probablemente la varilla se incrustó entre el corazón y el pericardio, razonó el doctor Richemont. El galeno cortó con sumo cuidado el pericardio... y se quedó mirándolo, atónito. Bajo sus manos, el corazoncito de Justin se dilataba y contraía. La varilla oxidada pasaba a través del ventrículo derecho, ¡y este seguía latiendo!

   A LAS 3:10 de la tarde, la madre de Justin llegó al Centro Médico de la Universidad. Una enfermera la llevó a la sala de espera de cirugía, pero Amanda no pudo quedarse ahí sentada. Deambuló un rato por el vestíbulo y luego llegó a la capilla del hospital.
   Al fondo del recinto había un reclinatorio y, sobre él, una Biblia abierta. Amanda se arrodilló. "¡Por favor, Señor, no abandones a mi hijo!", susurró. "¡No permitas que muera!"
  
   LA NOTICIA corrió por el hospital como un reguero de pólvora: el corazón de un niño seguía latiendo con obstinación, aun después de haberlo perforado una gruesa varilla de acero. Varias figuras enmascaradas se colaron a la sala de operaciones para observar aquello.
   El doctor Richemont no se dio cuenta de su presencia. Jamás veré otro caso como este, pensó. Es como si alguien hubiera colocado allí la varilla con precisión quirúrgica. Con mucho cuidado prolongó la incisión hacia arriba, hasta el cuello de Justin, y siguió explorando y cortando. Quería dejar expuesta toda la varilla antes de intentar sacarla. No mucho después advirtió que la varilla no sólo había perforado el corazón, sino que, además, había rasgado en la parte media la vena yugular interna del lado derecho, importante vaso del diámetro del pulgar ubicado cerca de la clavícula. Asombrosamente, la varilla fileteada había retorcido la vena, y había cerrado lo que de lo contrario hubiera sido una rasgadura mortal.
   — ¡Miren esto! —exclamó el doctor Richemont al percatarse de que había un mar de visitantes en la sala de operaciones—. Nos quedaríamos cortos si dijéramos simplemente que este niño es afortunado: ¡es un milagro doble!
   Ahora que la varilla se hallaba descubierta del todo, los cirujanos estaban listos para intervenir. Todo el mundo pareció tomar aliento en esos momentos. El doctor Richemont le hizo una señal al doctor Esser, que sujetó el extremo saliente de la varilla. Con minuciosa precisión y suavidad comenzó a "destornillar" la barra de acero.
   Centímetro a centímetro, la punta se fue retirando hacia abajo: primero, del cuello; luego, de la vena yugular, que los médicos pinzaron y suturaron en un santiamén. Poco a poco, la varilla siguió su trayectoria descendente.
   Cuando el extremo quedó pocos centímetros arriba del corazón de Justin, el doctor Richemont hizo una señal para que hubiera una pausa. Aquella sería la parte más peligrosa de la intervención, pues al quitar la varilla iban a quedar dos amplios_ orificios en la pared del ventrículo.
   Para suturar, el cirujano decidió aplicar dos líneas circulares de puntos que se podrían jalar como para cerrar una bolsa, a fin de ir cerrando el corazón a medida que se sacara la varilla. Con una aguja curva e hilo de intenso color azul, colocó hábilmente los puntos en la palpitante pared cardiaca. Un momento después tiraron de la varilla hacia abajo, y el extremo de esta entró en el corazón, dejando detrás el orificio de la herida. Con rápida maniobra, el doctor Richemont apretó el hilo de la jareta y luego reforzó la sutura con otra hilera de puntos.
   La punta de la varilla estaba ahora dentro del ventrículo derecho. El joven cirujano miró al doctor Esser. Había llegado el momento de sacar por completo la varilla y sellar el segundo orificio.
   — ¡Ahora! —ordenó el doctor Richemont.

   AMANDA había regresado a la sala de espera alrededor de las 4:30 de la tarde y permanecía sentada, en silencio, en un rincón. Cada vez que aparecía en la puerta un médico o una enfermera, se ponía en pie de un salto. Por fin entró en la habitación un cirujano, todavía con la ropa quirúrgica. Amanda lo miró, indecisa.
   — ¿La señora Stiner? — preguntó el doctor Richemont.
   La llevó amablemente a otro lado de la sala y le dijo:
   —Acabamos de operar a Justin, y • está muy bien.                                        
   Amanda sintió que se le relajaba el cuerpo con una sensación de alivio. Aturdida, siguió escuchando:
   —Nunca he visto nada parecido, y creo que jamás volveré a verlo.
   No habían trascurrido aún 24 horas desde el accidente, y Justin Stiner estaba ya levantado e incluso había pedido unos videojuegos. A los tres días lo dieron de alta.
   La recuperación extraordinariamente rápida del niño complació al doctor Richemont. "Esta experiencia me ha enseñado a ser humilde", comentó. "Según la lógica, Justin debió morir al instante: no hay ninguna explicación razonable de por qué sobrevivió. Su caso constituye un vivido recordatorio de que no siempre tenemos la última palabra.


martes, 14 de junio de 2016

Y los tachos fueron al frente

París bien valía un taxi


Y los tachos fueron al frente

1914 los taxis parisinos y sus choferes hicieron algo más que salvar a París: salvaron a Francia de una derrota segura.



A
principios de septiembre de 1914 todos creían que los alemanes iban a comerse el mundo. El gobierno francés se había trasladado a Burdeos. ¿Defender París? ¡Ni hablar! ¡Estaba todo perdido!
   El jefe de los germanos, Von Kluck, se frotaba las manos. Su plan marchaba a las mil maravillas. En pocas horas tendría envuelto al ejército galo y sería la victoria total.
   El general Joffre, jefe de los franceses, huía despavorido. Los teutones le parecían seres de otro planeta. Habían atravesado Bélgica en pocos días a través de pantanos impasables. Cuando Joffre se quiso acordar tenía a Von Kluck pisándole los talones. Los franceses interrogaron a un prisionero: "¿Cómo hicieron para pasar tan rápido por todo este barro?". "Muy sencillo —contestó el otro—. Si uno se cansaba, el oficial le pegaba un tiro."
   Joffre planeaba retirarse hasta el Sena. El problema fue que mientras más retrocedía peor le iba. Von Kluck debía tomar París y seguir avanzando. Al ver que los galos escapaban, cambió de planes: dejaría tranquila a la Ciudad Luz y seguiría al Sudeste para meter en la bolsa a todo el ejército francés. Se disponía a ganar la guerra con una sola batalla.
   Entonces apareció en escena el astuto gobernador militar de París, el general Gallieni. Joffre lo había puesto en ese lugar para sacárselo de encima.
   Gallieni ya sospechaba que su superior no defendería la capital. Se hablaba de declararla "ciudad abierta" para que no la bombardeasen. El gobernador empezó a buscar aliados para obligar a Joffre a luchar. Encontró ayuda en quien menos le esperaba: Jules Guesde, patriarca del socialismo francés. El viejo estaba decidido a pelear, y eso que toda la vida había sido pacifista y antimilitarista.
   A esas horas miles de personajes pedían salvoconductos para irse de la capital: diputados, senadores, gente de las finanzas, la prensa y las artes. Cientos de camiones se llevaron el oro del Banco de Francia y los tesoros de los museos. Todo el que tenía un coche huía al Sur.
   Gallieni dejó que se fueran todos menos los taxistas los requisó con sus autos, conocidos como "dos patas', por sus dos cilindros que les permitían alcanzar una velocidad máxima de cuarenta kilómetros por hora. No eran vehículos muy cómodos. Los choferes sólo estaban protegidos por el parabrisas. Cuando llovía, corrían una especie de capota y se cubrían las piernas con un delantal de cuero.
   En tiempos de paz había diez mil taxistas en París. Ahora quedaba: tres mil. El gobernador reunió cuatrocientos cincuenta que formaron una reserva permanente repartida en varios garajes. Los conductores dormían en sus autos, listos para cumplir un servicio de veinticuatro horas. Su primera misión fue llevar municiones hasta los fuertes del Norte de la ciudad.
   Allí había, en teoría, cien mil hombres movilizados. Eran "soldados" tan malos que no sabían ni agarrar un fusil. Gallieni no tenía tiempo de darles instrucción militar, así que los puso a levantar terraplenes. Mientras tanto pedía inútilmente refuerzos. Hasta sus aliados ingleses se negaban a ayudarlo. Estaban furiosos al ver que los franceses no hacían más que retroceder.
   Gallieni decidió "confiscar" el sexto ejército de Maunoury, que había vuelto derrotado, desmoralizado, sin comida y casi sin armas. Pero para el gobernador eran mejor que nada. Los hizo descansar y comer, les dio artillería y los puso en posición de combate.
   Como si los problemas no bastaran, la ciudad se llenó de campesinos que no querían dejar sus rebaños a los alemanes. Los animales aumentaban la confusión. Hasta de eso se tuvo que ocupar Gallieni. Les dio el Bosque Boulogne y el Hipódromo para que metieran a sus bichos.
   De pronto llegó una noticia maravillosa: Von Kluck, en vez de atacar París, se desviaba al Este. "Esto es demasiado bueno para ser cierto", dijo el gobernador. El alemán lo consideraba tan poca cosa que le mostraba todo su flanco derecho. En el acto telefoneó a Joffre: "Autoríceme para atacar al Norte del Marne y apóyeme con sus hombres". "¡Imposible!", contestó el otro. "Si no me autoriza, ataco yo solo", insistió Gallieni, ya medio insubordinado. Podrían haberlo fusilado. Todo el día siguió llamando a su superior para pedirle lo mismo, hasta que por fin éste dijo que sí.
   El ataque de Maunoury comenzó a las mil maravillas, pero pronto pidió refuerzos urgentes. Entonces, como llovidos del cielo, aparecieron los hombres de la división colonial del general Trentinian, que acababa de perder por paliza en Lorena. El problema era cómo llevarlos hasta el frente de batalla, en Nanteuil que quedaba a cincuenta kilómetros. Fue ahí que a Gallieni se le ocurrió requisar todos los taxis. Por orden suya los policías salieron a cazarlos. Si alguno quería escapar le reventaban las gomas a balazos. Sólo les dijeron adonde debían ir y que intervendrían en una operación militar. ¿Les pagarían? Los policías se rieron. Eran las 7 de la mañana del siete de septiembre.
   Llevar a seis mil soldados en mil cien taxis no fue cosa fácil. En primer lugar las tropas no estaban en París sino en pueblos cercanos. Había que pasar a buscarlas para después llevarlas a Nanteuil. Cuando oían el ronroneo amenazante de un avión, los autos se camuflaban bajo los árboles. Los caminos se habían llenado de refugiados con carretas, así que a cada rato se produ-cían embotellamientos. Las aldeas estaban vacías; las columnas de taxis no tenían a quien preguntar y se perdían. A estos inconvenientes se sumaron desperfectos mecánicos, neumáticos rotos y todo lo que uno se pueda imaginar.
   Cuando el ruido de los cañones se fue haciendo más fuerte, los choferes empezaron a sentir miedo, después de todo eran civiles. Estaban exhaustos. La mayoría no había probado bocado desde el día anterior. Los más viejos, casi sin dientes, no podían masticar el duro pan militar e invadieron las huertas vecinas para recolectar peras. Había medio barril de vino, pero ni un recipiente para distribuirlo. Por fin, en una bodega abandonada, encontraron doscientas cincuenta botellas vacías. Ya estaban listos para seguir adelante. Era eso o el paredón. Los soldados hicieron a pie el último kilómetro y medio, porque se embotelló el tránsito. Ya había anochecido. Llegaron a Nanteuil en el momento justo, cuando el ala izquierda de Maunoury se caía. Al amanecer del día 8 arribó un último grupo de taxistas que en la oscuridad no habían podido encontrar el camino. Se caían de sueño sobre el volante, mientras sus pasajeros roncaban profundamente dormidos.
   Atrapado entre dos fuegos, Von Kluck no tuvo más remedio que replegarse. Así dejó expuesto a otra parte de su ejército, que también debió retroceder. Este efecto se fue multiplicando hasta que todo el ejército teutón se cayó como un castillo de naipes.
   Los taxistas volvieron a París eufóricos por la aventura corrida. Sus vehículos, cubiertos por una espesa capa de polvo, parecían extraños monstruos prehistóricos. Los choferes estaban igual de sucios. En los boliches de la ciudad se dedicaron a festejar como correspondía. Por supuesto, exageraron lo acontecido: contaron que las balas de cañón les pasaban silbando por las orejas y que se habían apoderado del fusil de un alemán dormido.
   Cuando el gobierno, en Burdeos, supo de la derrota germana no lo podía creer. Se arrepintió de haber abandonado la capital.
   Pero Gallieni no estaba conforme. Para que la victoria fuese completa había que cortar la retirada de Von Kluck. Le propuso a Joffre transportar tropas al Norte otra vez usando taxis. Pidió refuerzos. Pero Joffre, ya demasiado celoso del gobernador, no le mandó ni un hombre y además le sacó el mando del ejército de Maunoury.
   Von Kluck, viendo que le daban tiempo para respirar, se atrincheró en la línea del Aisne. Por la vanidad de Joffre la guerra siguió hasta el año dieciocho, pero pudo haber terminado en el catorce. Joffre ordenó que el nombre de Gallieni no se pronunciara más. En la conspiración del silencio también participó el gobierno: tenía miedo de que el hombre se hiciera demasiado popular. En 1916 Gallieni murió amargadísimo, pero el tiempo le hizo justicia: la "división de taxis", que salvó a París y a Francia, fue obra suya y la Historia lo sabe.-

 © Temas y Fotos 1993

sábado, 28 de mayo de 2016

LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER


LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER 

Fue una feminista antes de tiempo. Por eso la sociedad burguesa la acuso de  inmoral. Vivió con la misma intensidad que ponía en sus versos. Intelectuales como José Ingenieros le brindaron su amistad.  Otros, como Horacio Quiroga, se enamoraron de ella.
Al final, acosada por la enfermedad decidió refugiarse en la inmensidad del mar.


Por Josefina Delgado[i]

M
ayo de 1924. Una mujercita pequeña, de pelo rubio ceniza, toma el micrófono en el escenario del teatro Marconi y manifiesta su adhesión al Congreso Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, al que irá como delegada argentina la doctora Alicia Moreau de Justo. La mujercita es Alfonsina Storni, una poetisa con tres libros publicados y muy apreciada por un amplio público.
   Había nacido en Suiza, en 1892. Su familia se encontraba allí debido a la enfermedad nerviosa de su padre. Luego vivieron en San Juan y Rosario. San Juan fue la libertad y la compañía de sus primos. Un día robó un libro porque sus padres no se lo compraban y ella lo necesitaba para la escuela. Al ser descubierta, se disculpó llorando. Sobre sus primeros años escribió: "Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos".
   Rosario fue otra cosa: Alfonsina sufría la pobreza de su familia —que instaló un café suizo cerca de la estación del ferrocarril— y empezó a mentir. Invitó a sus maestras a una quinta que no existía. Otra vez desapareció durante un día entero y luego volvió acompañada por la niñera de una amiguita.
Los cuatro hermanos —Alfonsina era la tercera— debían atender a los clientes y lavar platos. Ella no pudo terminar la escuela primaria.
El padre era una carga para todos. Cuando murió dejaron el café. Las mujeres cosían "para afuera". La madre abrió una escuela de alumnos particulares. De esta luchadora incansable Alfonsina heredó su temperamento y su gusto por el teatro y la música.
En 1907 llegó a Rosario una compañía teatral, y a la madre le ofrecieron actuar en La pasión de Jesucristo. Justo antes del estreno, se enfermó la actriz que debía interpretar a San Juan Bautista. Alfonsina, que había observado fascinada los ensayos, sabía de memoria todos los personajes y suplicó que la dejasen actuar. El empresario aceptó y cuando ella pisó el escenario, supo que había llegado el día más importante de su vida.
   A los quince años salió de gira con la compañía de don José Tallaví por el interior del país. Al recordar el episodio diría: "Era casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba". Y se volvió a Bustinza, en Santa Fe, donde su madre vivía casada con Juan Perelli, tenedor de libros de un comercio. Allí resolvió estudiar en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda.
Una vez, durante un acto escolar, entonó la "Cavatina" de El barbero de Sevilla. Fue muy aplaudida y alguna envidiosa comentó que esa chica de dieciocho años los fines de semana cantaba en un peringundín de Rosario. Todos se escandalizaron. Alfonsina volvió a Coronda, escribió una nota y desapareció: "Después de lo ocurrido no tengo ánimos para seguir viviendo".
A la hora de comer hallaron el mensaje y salieron a buscarla. La descubrieron en las barrancas. Alfonsina, ya repuesta, simuló que todo había sido una broma, pero este juego con la vida y la muerte marcaría su destino.
El asunto se olvidó, ella recibió su diploma de maestra y fue a trabajar a Rosario. Allí conoció al padre de su hijo Alejandro, un hombre de familia conocida, casado, que nunca reconocería su paternidad. Entonces Alfonsina decidió probar suerte en Buenos Aires.
A los veinte años y madre soltera, no le fue fácil sobrevivir. Vivía en pensiones y desempeñaba trabajos menores. Primero fue cajera en una farmacia, luego atendió la máquina registradora de una tienda famosa de la época. Después consiguió un puesto como encargada de relaciones públicas de una empresa que le permitió mudarse y escribir su primer libro, La inquietud del rosal.
   Llevó a Rosario algunos ejemplares y le confesó a su madre que se habían vendido muy pocos. "Las mujeres lo rechazan —se quejó—. Dicen que soy una inmoral. ¡Qué hemos de hacerle! No sé escribir de otro modo."
   Le mandó el libro a Leopoldo Lugones, pero él no le contestó. Cuando en 1938, con pocos meses de diferencia, los dos se suicidaron, se pensó que habían hecho un pacto para matarse juntos.
   Con José Ingenieros mantuvo una amistad que duraría hasta la muerte de éste. Ya en Rosario, la poetisa había participado de mítines socialistas, y se inició en la lectura de los pensadores partidarios. En 1928 recibió una medalla en reconocimiento a su participación en el Comité de Defensa de Bélgica, ante la invasión a este país. Algunos adjudicaron la paternidad de su hijo a Horacio Quiroga, aunque esto es imposible, porque Alfonsina lo conoció en 1924. Él arrastraba una trágica historia, su esposa se había suicidado poco antes. Era hosco y reconcentrado, pero encantador. Ya había publicado sus libros más importantes: Cuentos de la selva, Anaconda, El desierto. Los dos participaban de reuniones donde se hablaba de literatura, cine y música. También se divertían.
Cuenta la escritora Norah Lange (esposa de Oliverio Girando) que una vez jugaron a las prendas. Una consistió en que Alfonsina y Horacio besaran al mismo tiempo las caras opuestas de un reloj de cadena, sostenido por Quiroga. Este, justo en el momento en que ella acercaba sus labios al reloj, se lo escamoteó y todo terminó en un beso.
Así nació el amor, que se prolongó en las tardes pasadas en la casa del uruguayo, entre pieles de víbora, armadillos y pumas cazados y disecados por él. Darío y Eglé, los hijos de Horacio, fueron para Alejandro Storni como hermanos. Todos iban al cine, a un palco del Gran Splendid.
Al año siguiente Quiroga decidió volver a Misiones y pidió a Alfonsina que lo acompañara. Ella consultó con Quinquela Martín, su gran amigo, y éste le dijo: "¿Con ese loco? ¡No!".

Alfonsina se quedó en Buenos Aires: ésa fue su época de brillo literario. Acababa de publicar Ocre, su libro más ambicioso, y había sido elegida como maestra de poetas en la encuesta de la revista Nosotros.
Buscó con ahínco el hombre que la entendiera, pero no lo encontró. Nada se sabe de sus otros amores. Ni siquiera de ese hipotético destinatario de sus últimos versos donde dice a la nodriza: "Si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido..."
Luchó por una moral única para hombres y mujeres, a través de poemas como Tú me quieres blanca. Hay anécdotas que la muestran llena de audacia y sentido del humor, como cuando conoció al poeta López Merino, un jovencito muy bello, en el hall de un hotel. Cuando él le dijo "Hermosa tarde", ella contestó: "Sí, pero para pasarla entre sábanas con su amor". O la que registró Manuel Mujica Lainez en su Diario íntimo. "Solía visitarla en su departamento de Córdoba y Esmeralda. Era muchísimo mayor que yo, desgreñada y vehemente. Una admirable poetisa, sin duda, pero los matices se me escapaban. Me escabullí de su casa, espantado, el día que quiso besarme."
Además de seguir publicando, enseñó en el Teatro Infantil Lavardén y en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Colaboraba en diarios, revistas y hacía lecturas de poesía, mientras veía crecer a su hijo. En una playa uruguaya, adonde viajó con él, descubrió otra vez el cáncer que la llevaría al suicidio. Ya se había operado en mayo de 1935, y su carácter no volvió a ser el mismo de antes. Un año después se suicidó Horacio Quiroga, enfermo del mismo mal, y Alfonsina lo despidió en un poema estremecedor: "Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ y así como en tus cuentos, no está mal; / un rayo a tiempo y se acabó la feria.../ Allá dirán.../"
Alfonsina no quiso una segunda operación cuya nueva mutilación la llevaría, a los cuarenta y seis años, a sentir su cuerpo como una carga. Sus amigos la veían avejentada, presa de una melancolía ya insalvable. La indiferencia con que fue recibido su libro Mascarilla y trébol aumentó su depresión.
En octubre de 1938 viajó a Mar del Plata y se alojó en un hotelito al que iba siempre, en la playa La Perla. Desde allí escribió a Alejandro que se sentía un poco mejor. Envuelta en un poncho catamarqueño, en la galería cuajada de flores, escribió en un cuaderno textos que nunca se dieron a conocer.
A la mañana siguiente, cuando le llevaron el desayuno a su cuarto, nadie contestó. Unos obreros que trabajaban en el espigón encontraron su cuerpo en la playa. Dejó una nota a Manuel Galvez pidiéndole protección para su hijo y otra, dicen, con letra temblorosa y tinta roja: "Me arrojo al mar".
Su ataúd fue recibido en la estación Constitución por los literatos más importantes de la época como Arturo Capdevila, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girando, Eduardo Mallea y Leopoldo Marechal. Cuando pasó el cortejo rumbo a la Recoleta por la Avenida Quintana la gente tiraba flores desde los balcones.
En la sesión del 21 de noviembre de 1938, el Senado le rindió un homenaje en las palabras del senador socialista Alfredo Palacios. "Algo anda mal en la vida de una nación cuando, en vez de cantarla, los poetas parten voluntariamente, con un gesto de amargura y de desdén, en medio de la glacial indiferencia del estado."
©Temas y Fotos 1993

 


[i] Josefina Delgado es autora de Alfonsina Storni. Una biografía, Editorial Planeta, 1992.